viernes, febrero 29, 2008

EL NUEVO CAPO DE LA HABANA

El nuevo capo de La Habana


Por Daniel Morcate

Apesar de los sabios pronósticos de cambio que algunos nos infligieron, la maquinaria castrista se pronunció por la única opción real que tenía para aferrarse al poder: el continuismo represor. Tal es el significado de la ratificación de Raúl Castro como sucesor de su hermano Fidel y el nombramiento como su segundo de esa momia política llamada José Ramón Machado Ventura. Nada más podía esperarse, si se tiene en cuenta que todas las dictaduras aspiran a perpetuarse. Esa es su razón de ser, su faro y su guía, aunque los disfracen de otras cosas. Sin embargo, la mayoría de los análisis expertos tomaron otros derroteros más rozagantes. ¿Por qué? Porque quienes los hacían, lo mismo críticos firmes que velados simpatizantes de la satrapía castrista, proyectaban sus deseos hacia la realidad.

Esa realidad es que los Castro ni siquiera pueden dar la impresión de que permitirán cambios liberalizadores sin arriesgarse a perder el poder en un santiamén. Se lo enseñó la experiencia de Europa del este, la URSS, Nicaragua. De ahí el inequívoco simbolismo de elevar al puesto número dos a un represor incondicional y mantener en la cúpula a personajes similares, con la posible excepción del consiglieri castrista, Carlos Lage, en quien premian el servilismo y la genuflexión. Los antecedentes de este esquema de poder han de rastrearse no sólo en los tradicionales politburós comunistas, sino en la mafia italiana, cuyas familias sobreviven inmersas en la criminalidad gracias a un pacto de sangre, la sangre derramada de sus víctimas.

La ruptura de este esquema mafioso depende fundamentalmente de presiones internas y externas. Y los Castro apenas las padecen. Los gestos de rebeldía de algunos opositores, activistas de derechos humanos y periodistas independientes son admirables y hasta heroicos. Pero no deben confundirse con la presión deseable de un pueblo entero a favor de los cambios. Esto lo impide la eficaz represión. La mayoría de los cubanos se hallan más bien desmoralizados y divididos entre cómplices sumisos y rebeldes cuya rebeldía les alcanza apenas para añorar la fuga de su país esclavizado. ¿Tiene alguien derecho a reprochárselo? Después de todo han padecido medio siglo de tiranía ante la impasibilidad o la impotencia de las democracias.

Del exterior apenas quedan en pie las tenues presiones del gobierno norteamericano, que probablemente se extinguirán si retoma la Casa Blanca la oposición demócrata. El resto de los gobiernos prefiere la prudente contemplación a distancia del drama cubano, aliviados de no tener que sufrir la cínica ira o la subversión con que los Castro suelen responder incluso a las críticas moderadas; y contentos de no tener que recibir oleadas de cubanos desharrapados y hambrientos. Algunos de estos gobiernos felicitaron ya al nuevo capo de La Habana y expresaron optimismo sobre el futuro de Cuba. El wishful thinking les exime de cualquier responsabilidad en ese futuro y fingen dejarlo en manos del pueblo cubano, como si éste realmente tuviera voz y voto.

Tan patético cuadro lamentablemente reduce las posibilidades de cambios democráticos en Cuba a un imponderable. A los tiranuelos estalinistas también se les van de las manos las riendas del poder. En el caso cubano, podría ser la represión del éxodo que seguirá a la confirmación del status quo; el colapso de la economía si desaparece del mapa político Hugo Chávez o si termina la danza de los petrodólares; o el surgimiento de héroes de la retirada como los que salvaron a España de un franquismo sin Franco. La ascendencia de las momias políticas es un indicio de que el castrismo teme la aparición de esos hipotéticos líderes del cambio democrático.